Esta práctica ancestral se consolida como una herramienta
efectiva para mejorar la salud integral. La evidencia científica confirma su
impacto sobre el sistema nervioso, el equilibrio emocional y los procesos
hormonales.
“La palabra yoga proviene del sánscrito ‘yuj’, cuya raíz
etimológica significa unir, juntar o atar. En su sentido más profundo, yoga
significa ‘unión’: la unión del cuerpo, la mente y el espíritu; así como la
integración de la conciencia individual con una realidad mayor o trascendente”.
La doctora en Psicología, especialista en clínica, docencia
e Investigación en Psicoterapia orientada en Mindfulness Mariam Holmes (MP 20463)
comenzó a explicar que “desde esta perspectiva, el yoga no es solo una práctica
física o una disciplina de relajación, sino un camino de integración interior
que busca superar la fragmentación del ser humano”.
Para ella, “el cuerpo en movimiento se vuelve no sólo un
vehículo de autorregulación, sino también una puerta de acceso a una relación
más lúcida con uno mismo”, según pudo comprobar en la última década como
investigadora de la Universidad del Salvador, donde estudió el impacto de
programas de reducción de estrés basados en mindfulness que incluyen yoga.
Según Holmes, el yoga activa el sistema nervioso
parasimpático —clave en la modulación del estrés—, disminuye los niveles de
cortisol y favorece una experiencia unificada de cuerpo y mente.
Esta visión coincide con hallazgos de la neurociencia contemporánea,
que ya no considera estas prácticas como intervenciones alternativas, sino como
herramientas con respaldo empírico.
En combinación con técnicas de respiración y meditación, el
yoga puede producir cambios neuroquímicos medibles, mejorar la regulación
emocional y sostener procesos tan diversos como la recuperación del sueño, la
salud reproductiva o la resiliencia ante el dolor.