Detrás de cada alimento que consumimos, de cada hectárea cultivada, de cada litro de leche o cada kilo de carne hay un elemento silencioso, tan omnipresente como decisivo: el agua. Invisible muchas veces en el debate público, subestimada en las discusiones políticas y estratégicas, este recurso será uno de los mayores condicionantes del desarrollo productivo en las próximas décadas. No hay innovación agrícola ni industria alimentaria posible sin agua; no hay arraigo territorial ni seguridad alimentaria sin acceso a ella. Y sin embargo, en muchos rincones del país, empieza a ser un bien tan escaso como valioso.
Argentina tiene una enorme oportunidad en el mundo que viene: producir alimentos para un planeta que demandará un 50 % más hacia 2050, y hacerlo de manera sustentable. Pero esa oportunidad depende en gran medida de nuestra capacidad de gestionar el agua con inteligencia, equidad y visión de largo plazo. El agua no es solo un recurso natural: es infraestructura productiva. De ella depende que los cultivos crezcan, que los animales se alimenten, que la agroindustria funcione, que las comunidades puedan desarrollarse. Y también, que podamos atraer inversiones que multipliquen la producción sin hipotecar el futuro.
En este escenario, aparece una tensión cada vez más evidente: la que se da entre el uso del agua por parte de industrias extractivas —como el petróleo, el gas o la minería— y las necesidades del agro, de las comunidades y de los ecosistemas. En regiones áridas o semiáridas, donde cada gota cuenta, la expansión de proyectos intensivos en agua puede agravar el estrés hídrico y generar conflictos difíciles de resolver. El fracking, por ejemplo, requiere volúmenes significativos de agua dulce, al igual que el procesamiento de ciertos minerales estratégicos como el litio. Y muchas veces, esa misma agua después falta para producir alimentos, sostener la ganadería o abastecer a las poblaciones cercanas.
No se trata de contraponer sectores —porque la energía y la minería también son pilares de nuestro desarrollo—, sino de entender que la competencia por el agua exige una nueva forma de planificar. Necesitamos construir un verdadero pacto hídrico nacional que defina prioridades, establezca criterios de uso sustentable, promueva tecnologías eficientes y fomente la reutilización. Que piense el recurso no desde la lógica del conflicto, sino desde la de la complementariedad. Que articule a productores, empresas, gobiernos y ciencia en torno a una estrategia común que garantice que el agua alcance para todos los usos esenciales.
En el mundo, esta conversación ya está en marcha. Las Naciones Unidas impulsan desde hace años la iniciativa “Década de la Acción por el Agua” (2018-2028) como parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, con metas concretas sobre gestión integrada de los recursos hídricos, eficiencia en el uso y acceso equitativo. Desde el sistema multilateral hasta los bancos regionales de desarrollo, el agua dejó de ser un tema ambiental para convertirse en un tema productivo y de seguridad global.
En nuestra región, el IDB Lab, laboratorio de innovación del Banco Interamericano de Desarrollo, impulsa programas como Source of Innovation, que promueve soluciones tecnológicas para mejorar el acceso y la gestión del agua y el saneamiento, o AGRInnova, una iniciativa lanzada junto a Israel para apoyar a las empresas agroalimentarias en la adopción de tecnologías agrícolas climáticamente inteligentes.
También hay experiencias privadas valiosas, desde fondos de inversión que priorizan proyectos con huella hídrica baja hasta empresas agroalimentarias que incorporan tecnologías de reutilización y monitoreo hídrico en toda su cadena de valor. Todos ellos demuestran que la sostenibilidad hídrica no es una utopía, sino una estrategia concreta para producir más y mejor, cuidando el recurso más vital que tenemos.
La buena noticia es que las soluciones existen. Desde sistemas de riego de precisión hasta sensores inteligentes que optimizan el uso, pasando por plantas de tratamiento que permiten reutilizar aguas industriales en la producción agropecuaria. Lo que hace falta es decisión política, articulación público-privada y una mirada territorial que entienda que cada cuenca, cada valle, cada región tiene su propio equilibrio que hay que cuidar.
El agua definirá qué regiones podrán producir alimentos, qué industrias podrán crecer, qué comunidades podrán desarrollarse y cuáles quedarán rezagadas. Por eso, más que un recurso natural, el agua es un activo estratégico. Aprender a gestionarla con inteligencia y responsabilidad será la diferencia entre un país que ve cómo se le escapan las oportunidades… y otro que las transforma en desarrollo sostenible, empleo y bienestar. Porque el futuro productivo de la Argentina, aunque no siempre lo veamos, depende en gran medida de ese recurso invisible que corre bajo nuestros pies.