Por Juan Pablo Fernández Funes - Politólogo (@juampi_ff)
Durante décadas, los mercados municipales fueron el corazón comercial y social de nuestras ciudades. Eran lugares donde lo fresco, lo cotidiano y lo comunitario se encontraban bajo un mismo techo. Un mercado municipal es un espacio público donde pequeños y medianos productores, comerciantes y emprendedores ofrecen alimentos frescos —frutas, verduras, carnes, pescados—, gastronomía y otros productos locales, muchas veces complementados con servicios y actividades culturales. Allí se tejían lazos entre vecinos, se fortalecía la economía local y se transmitían saberes que iban más allá de la simple compra y venta.
Hoy, con nuevas demandas urbanas, hábitos de consumo cambiantes y una creciente valoración por la producción local y la experiencia de compra, se abre una gran posibilidad para que estos espacios vuelvan a ocupar un rol central. En mi paso por la gestión pública, tuve la responsabilidad de coordinar los mercados de la ciudad, lo que me permitió interactuar directamente con emprendedores, gastronómicos y productores. Esa experiencia me confirmó que estos espacios pueden convertirse en verdaderas plataformas para que proyectos locales crezcan, generen empleo y se vinculen con la comunidad.
A nivel global, el mercado de alimentos frescos —que incluye productos tradicionales vendidos en mercados mayoristas, minoristas, municipales y ferias— fue valorado en USD 3,5 billones en 2024, y se estima que crecerá hasta USD 5,1 billones para 2032, con un ritmo anual cercano al 4,7 %. Este escenario muestra que, más allá de su riqueza simbólica y cultural, estos espacios forman parte de una economía global de gran magnitud, con un impacto concreto en empleo, comercio y dinamismo urbano.
Reconstruir el valor de los mercados no significa únicamente restaurar edificios históricos. Implica repensar su función: combinar la venta de productos frescos con propuestas gastronómicas, actividades culturales, ferias temáticas y servicios modernos, creando espacios activos durante todo el día. Significa, también, diseñar experiencias que conecten al visitante con la identidad del lugar, fortaleciendo el sentido de pertenencia y atrayendo a nuevos públicos.
En este proceso, la participación de la comunidad es tan importante como la inversión y la gestión profesional. Son los vecinos, productores, emprendedores y trabajadores quienes le dan vida al mercado, y su inclusión en la planificación asegura que el proyecto mantenga un anclaje social real. Al mismo tiempo, la innovación —desde la digitalización de la oferta hasta la incorporación de prácticas sostenibles— puede abrir nuevas oportunidades y ampliar el alcance de estos espacios más allá de sus límites físicos.
Los mercados son mucho más que lugares donde se compra comida. Son espacios de encuentro, de historia, de identidad y de comunidad. Bien gestionados, pueden transformarse en plataformas para el desarrollo económico local, el turismo sostenible y la revitalización urbana. Pueden ser, además, escenarios donde convivan tradición y modernidad, productores locales y visitantes internacionales, gastronomía y cultura, comercio y entretenimiento.
El desafío es claro: combinar la memoria de lo que fueron con la visión de lo que pueden ser. Cuando la política pública, la inversión privada y el compromiso ciudadano se encuentran con un propósito común, los mercados dejan de ser un recuerdo del pasado para convertirse en motores vivos del futuro.